La ansiedad es, en la mayoría de las situaciones, una respuesta normal que experimenta cualquier persona ante una posible amenaza. Por tanto, su función es protegernos, preparándonos para luchar y afrontar la amenaza o para huir de ella.
A lo largo de la evolución del hombre, la ansiedad a jugado un papel adaptativo, preparándonos para responder ante los peligros del entorno. Sin embargo, en la actualidad el ambiente que nos rodea no es el mismo que el de nuestros antepasados, por lo que los síntomas de la ansiedad (que nos preparan para el ataque o la huida) ya no son tan importantes para nuestra supervivencia.
Nuestros pensamientos tienen un papel fundamental en la aparición de la ansiedad. Representamos con nuestra imaginación los acontecimientos futuros, con imágenes o pensamientos amenazantes. Nuestro cerebro no distingue entre la realidad o las imágenes o pensamientos que representamos, lo que nos lleva a reaccionar de manera similar que si estuviésemos ante un peligro real: sintiendo malestar (miedo, terror, angustia) y con nuestras respuestas fisiológicas (sudoración, aceleración del ritmo cardiaco, etc.).
Hablar en público puede significar para la mayoría de las personas una amenaza potencial. La posibilidad de hacerlo mal ante el grupo, de hacer el ridículo, de ser despreciado o rechazado. En definitiva, lo que nos aterra cuando exponemos ante los demás es el miedo al rechazo social. Y esto, para nuestros antepasados primitivos, podía significar la expulsión del grupo y, probablemente, la muerte.
Pero ¿qué peligro objetivo puede existir al hablar en público hoy en día? No va a hundirse el suelo bajo nuestros pies ni desplomarse el techo sobre nuestras cabezas. No nos van a tirar tomates. Ni siquiera van a abuchearnos por mal que lo hagamos. No existe un peligro real, sino una interpretación exagerada o equivocada de una situación determinada y del peligro que conlleva. La respuesta de ansiedad en estas circunstancias es inapropiada y te impide dar lo mejor de ti mismo.